sábado, 16 de marzo de 2019

¿Historia, para qué? - Carlos Pereyra

I.

La pregunta “historia, para qué” pone a debate de manera eplícita el problema de la función o utilidad del saber histórico. Pero con tal pregunta también se abre el asunto de la legitimidad de ese saber. Se trata de cuestiones vinculadas pero discernibles: unos son los criterios conforme a los cuales el saber histórico prueba su legitimidad teórica y otros son los rasgos en cuya virtud este saber desempeña cierta función y resulta útil más allá del plano cognoscitivo.

Una larga tradición encuentra el sentido de la investigación histórica en su capacidad para producir resultados que operen como guía para la acción. La eficacia del discurso histórico no se reduce a su función de conocimiento: posee también una función social cuyas modalidades no son exclusiva ni primordialmente de carácter teórico. El estudio del movimiento de la sociedad acarrea consecuencias diversas para las confrontaciones y luchas del presente. No hay discurso histórico cuya eficacia sea puramente cognoscitiva; todo discurso histórico interviene (se inscribe) en una determinada realidad social donde es más o menos útil para las distintas fuerzas en pugna. Pero su utilidad ideológico-política no es una magnitud directamente proporcional a su validez teórica. Es preciso no incurrir en la “confusión que se hace entre las motivaciones ideológicas o políticas de la investigación o de su utilización y su valor científico”.

La confianza en que hay una vinculación directa e inmediata entre conocimiento y acción se apoya en la creencia de que la comprensión del pasado otorga pleno manejo de la situación actual. Esa identificación también se origina a veces en el convencimiento de que unos u otros grupos sociales extraen provecho de la interpretación histórica y de que la captación intelectual del pasado desempeña cierto papel en la coyuntura social dada. Sin embargo, el provecho extraído es independiente de la validez del relato en cuestión; utilidad y legitimidad no son, en consecuencia, magnitudes equivalentes.

Sin negar, por supuesto, el impacto de la historia que se escribe en la historia que se hace, la apropiación cognoscitiva del pasado es un objetivo válido por sí mismo o, mejor todavía, la utilización ideológico-política del saber histórico no anula la significación de éste ni le confiere su único sentido. La utilidad del discurso histórico no desvirtúa su legitimidad y ésta no se reduce a aquella.

Frente a quienes suponen que la única posibilidad de conocimientos objetivos en el ámbito de la historia está dada por el confinamiento de la investigación en un reducto ajeno a la confrontación social, es imprescindible recordar el fracaso del proyecto teórico encandilado con la tarea ilusoria de narrar lo sucedido como realmente aconteció. No hay descripción (ni siquiera observación) posible fuera de un campo problemático y de un aparato teórico, los cuales se estructuran en un espacio en cuya delimitación intervienen también las perspectivas ideológicas. La confianza ingenua en la lectura pura de los documentos y en el ordenamiento aséptico de los datos fue tan sólo un estadio pasajero en la formación de la ciencia histórica. Se vuelve cada vez más insostenible la pretensión de desvincular la historia en la que se participa y se toma posición de la historia que se investiga y se escribe. “La función del historiador no es ni amar el pasado ni emanciparse de él, sino dominarlo y comprenderlo como clave para la comprensión del presente”.

Cuando se disuelve por completo la lógica propia del discurso histórico en las urgencias ideológico-políticas más inmediatas, entonces no pueden extrañar ocultamientos, silencios y deformaciones: elementos triviales de información se vuelven tabú, áreas enteras del proceso social se convierten en zonas prohibidas a la investigación, falsedades burdas pasan por verdades evidentes de suyo. etc. El hecho de que el saber histórico está siempre y en todo caso conformado también por la lucha de clases no basta para simplificar las cosas y abogar por una historia convertida en apologética de una plataforma ideológica circunstancial como ocurre sin remedio allí donde la función cognoscitiva de la práctica teórica es anulada en aras de su función social en una coyuntura dada.

II.

Durante largo tiempo, la función de la historia se limitó primeramente a conservar en la memoria social un conocimiento perdurable de sucesos decisivos para la cohesión de la sociedad, la legitimación de sus gobernantes, el funcionamiento de las instituciones políticas y eclesiásticas así como de los valores y símbolos populares. Casi desde el principio la historia fue vista también como una colección de hechos ejemplares y de situaciones paradigmáticas cuya comprensión prepara a los individuos para la vida colectiva. A finales del siglo pasado, sin embargo, ya aparecía como ilusión pasada de moda creer que la historia proporciona enseñanzas prácticas para guiarse en la vida.

Esa idea pedagógica de la historia dio paso a otra concepción centrada en el supuesto básico de que la historia posibilita la comprensión del presente “en tanto eplica los orígenes del actual estado de cosas”. El conocimiento de las circunstancias a partir de las cuales se gesta una coyuntura histórica es indispensable para captar las peculiaridades de ésta.

Pero, si bien para todo fenómeno social el conocimiento de sus orígenes es un momento imprescindible del análisis y un componente irrenunciable de la explicación, ésta no se agota aquí: saber cómo algo llegó a ser lo que es no supone todavía reunir los elementos suficientes para explicar su organización actual.

El impacto de la historia no se localiza solamente en el plano discursivo de la comprensión del proceso social en curso. Los grupos sociales procuran las soluciones que su idea de la historia les sugiere para las dificultades y conflictos que enfrentan en cada caso. Por ello el saber histórico no ocupa en la vida social un espacio determinado sólo por consideraciones culturales abstractas sino también por el juego concreto de enfrentamientos y antagonismos entre clases y naciones.

Tanto las clases dominantes en las diversas sociedades como los grupos políticos responsables del poder estatal, suelen invocar el pasado como fuente de sus privilegios. De ahí que, como sucede con muy pocas modalidades del discurso teórico, la historia es sometida a una intensa explotación ideológica. La historia se emplea de manera sistemática como uno de los instrumentos de mayor eficacia para crear las condiciones ideológico-culturales que facilitan el mantenimiento de las relaciones de dominación.

El papel de la historia como ideología se eleva como obstáculo formidable para la realización del papel de la historia como ciencia. No se trata de afirmar que la mera presencia de mecanismos ideológicos invalida por sí misma la producción de conocimientos y anula la posibilidad de explicar el proceso social, pero sí de admitir que la elaboración de una imagen del pasado está demasiado configurada por los intereses dominantes en la sociedad. El Estado dispone de numerosos canales mediante los cuales impone una versión del movimiento social idónea para la preservación del poder político. Así pues, es tarea de la investigación histórica recuperar el movimiento global de la sociedad, producir conocimientos que pongan en crisis las versiones ritualizadas del pasado y enriquecer el campo temático incorporando las cuestiones suscitadas desde la perspectiva ideológica del bloque social dominado.

III.

Las formas del discurso histórico se apartan crecientemente de las pretensiones didácticas y literarias. Resulta aún más complicado, sin embargo, liberar el saber histórico de las tendencias apologéticas. Las tendencias apologéticas se cubren con el pretexto de que la historia necesariamente interroga por las cosas que sucedieron en tiempos anteriores a fin de ofrecer respuestas a los problemas de hoy. El saber acaba teniendo validez según su conformidad con alguna finalidad circunstancial.

Es cierto que no sólo el conocimiento del pasado permite la mejor comprensión del presente sino también, de manera recíproca, se sabe mejor qué investigar en el pasado si se posee un punto de vista preciso respecto a la situación que se vive. Pero el relativismo confunde el problema de los criterios de verdad del conocimiento histórico con la cuestión de los móviles que impulsan la investigación. La reflexión histórica aparece como una tarea urgida precisamente por las luchas y contradicciones que caracterizan a una época. El estatuto científico del discurso no está dado por su función en las pugnas contemporáneas, pero no se puede hacer abstracción de que la historia

desempeña un papel destacado en la confrontación ideológica: las fuerzas políticas se definen también por su comprensión desigual y contradictoria del desarrollo de la sociedad.

La existencia de un sistema de dominación social implica en sí misma formas diversas de abordar el examen de la realidad.

IV.

La función teórica de la historia (explicar el movimiento anterior de la sociedad) y su función social (organizar el pasado en función de los requerimientos del presente) son complementarias: el saber intelectual recibe sus estímulos más profundos de la matriz social y, a la vez, los conocimientos producidos en la investigación histórica están en la base de las soluciones que se procuran en cada coyuntura. Esta complementariedad, sin embargo, no elimina las tensiones y desajustes entre ambas funciones. Así, por ejemplo, la prolongada discusión en tomo al carácter nocivo o benéfico de los juicios de valor en el discurso histórico.

La orientación positivista insistió tanto en la neutralidad e imparcialidad propias de la ciencia que, como reacción justificada ante esa actitud pueril, se da con frecuencia un discurso que juzga los acontecimientos y a sus protagonistas. Pero no solo la neutralidad es un obstáculo para el desarrollo de la ciencia histórica. También la manía de enjuiciar allí donde lo que hace falta es explicar.

Es mucho más fácil centrar el examen del proceso social en un núcleo apologético o denigrativo que buscar en serio las causas inmediatas y profundas de los fenómenos históricos. ero “la historia no es juzgar; es comprender y hacer comprender.”

Los juicios de valor inhiben la recuperación de las luchas, sacrificios, forcejeos, y contradicciones que integran el movimiento de la sociedad y borran todo con la tajante distinción entre los principios del bien y el mal. El achatamiento del esfuerzo explicativo generado por la propensión a juzgar limita la capacidad de pensar históricamente. Los juicios de valor son inherentes a la función social de la historia pero ajenos a su función teórica. Un aspecto decisivo del oficio de la historia consiste, precisamente, en vigilar que la preocupación por la utilidad (político-ideológica) del discurso histórico no resulte en detrimento de su legitimidad (teórica).

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