La memoria se presenta como una historia menos árida y más humana; invade hoy el espacio público de las sociedades occidentales, ya que el pasado se instala en el imaginario colectivo como una memoria amplificada por los medios de comunicación. Se transforma en una obsesión conmemorativa, sobreabundante y saturada que delimita el espacio donde todo se reduce a hacer memoria. El pasado al ser seleccionado y reinterpretado según las sensibilidades culturales y demás, se configura como el turismo de la memoria, promovido ante al público por medio de estrategias publicitarias. Este fenómeno revela la transformación del pasado en objeto de consumo, neutralizado y rentabilizado, listo para que la industria del turismo y del espectáculo lo recupere y utilice.
La memoria tiende a convertirse en el vector de una religión civil del mundo occidental, con su sistema de valores, de creencias, de símbolos y de liturgias. De donde proviene esta obsesión memorialista En primer lugar responde a una crisis de la transmisión en el seno de las sociedades contemporáneas. La diferencia entre la experencia transmitida y la experiencia vivida, la primera se perpetúa casi naturalmente de una generación a la otra forjandose a largo plazo y la segunda es lo vivido individualmente, frágil, volátil, efímero. La primera es tipica de las sociedades tradicionales y la otra de las sociedades modernas. La modernidad se caracteriza por el deterioro de la experencia transmitida. Podría pensarse que esta obsesión se debe al deterioror de la experencia transmitida, pero primero es necesario pensar sobre las formas que toma esta obsesión. En cualquier tiempo, las sociedades humanas tuvieron una memoria colectiva y la conservaron a través de ritos, ceremonia, etc. Las estructuras elementales de la memoria colectiva residen en la conmemoración de los muertos, pero en la modernidad, las prácticas conmemorativas se transforman. Se democratizan al concernir a la sociedad en su conjunto, se secularizan y se funcionalizan difundiendo nuevos mensajes dirigidos a los vivos. Empiezan a convertirse en sínbolos de un sentimiento nacional vivido como una religión civil.
Así es como Auschitz se convierte en el pedestal de la memoria colectiva del mundo occidental. Además, en el centro de este sistema de representaciones se instala una nueva figura, la del testigo, el sobreviviente de los campos nazis. El historiador ha tenido que rendirse a la evidencia de los límites de sus procedimientos tradicionales de hacer Historia, de los límites de sus fuentes y del aporte indispensables de los testigos para intentar reconstruir experiencias. El testigo puede ayudarlo a restituir la calidad de una experiencia histórica, aunque su llegada en la obra del historiador cuestiona ciertos paradigmas muy sólidos. Hemos entrado en la era del testigo, al que se ha puesto en un pedestal y que encarna un pasado cuyo recuerdo se prescribe como un deber cívico. La memoria de estos testigos ya no interesa a mucha gente, en una época en la que solo hay víctimas.
La memoria se conjuga siempre en presente, lo que determina sus modalidades: la selección de los acontecimientos cuyo recuerdo es preciso conservar, su interpretación, sus lecciones, etc. Se transforma en una apuesta política y adquiere la forma de una obligación ética que a menudo se convierte en fuente de abusos. La dimensión política de la memoria colectiva y los abusos que la acompañan sólo puede afectar la manera de escribir la historia.
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